Por Helio Vera
ABC Digital
El discurso del presidente Duarte Frutos ante la Asamblea General de las Naciones Unidas incluyó una serie de gruesas argelerías contra la prensa paraguaya. Creo que, al hacerlo, pensaba más bien en la prensa escrita, porque, en general, las emisoras de radio y los canales de televisión se mueven al compás bajo una copiosa lluvia de avisos de las entidades binacionales. Supongo que la capacidad crítica de estos medios queda, desde luego que con excepciones, inevitablemente adormecida ante tan rotundas razones filosóficas y doctrinarias.
En la época del general Stroessner la cuestión era muy simple: en el Palacio de López siempre había alguien esgrimiendo un garrote, dispuesto a dejarlo caer sobre algún protestón impenitente. El último de ellos, y ni siquiera el más ingenioso de todos, fue el inolvidable Aníbal Fernández, director de Informaciones y Cultura de la Presidencia de la República. El hombre sucedió, con pena y sin gloria, al inofensivo Leopoldo Ramos Jiménez, quien consagraba sus afanes a la construcción de la estrafalaria máquina del Movimiento Perpetuo.
Ahora bien, en su discurso, Duarte Frutos confundió el periodismo de información con la opinión, olvidando que, conforme a un antiguo adagio inglés “los hechos son sagrados; las opiniones son libres”. De todos modos, apuntó a un problema real: la pretensión del periodista que, envuelto en la blanca toga de la infalibilidad, se aparta de la lógica de los puros hechos para hacer su propia guerra. Y si la realidad se interpone entre lo que escribe y sus objetivos, peor para la realidad. Así las cosas, parece haberse instalado con fuerza el paradigma enunciado por aquella antigua cuarteta que decía: “En este mundo traidor / nada es verdad ni es mentira / todo es según / el cristal con que se mira” del poeta asturiano Ramón de Campoamor (1817-1901).
En realidad, la verdad existe, sólo que a nadie le interesa. Pero alguien debiera acordarse de ella. No para llevar a los altares el mito de la objetividad, sino para exigir, como lo hizo un filósofo brasileño, Olavo de Carvalho, una actitud de humildad ante los hechos. Cada vez que escucho la expresión “Fulano dijo su verdad”, siento una patada en el riñón izquierdo. La verdad es una sola y, en buena lógica, no puede haber dos verdades sobre un mismo hecho. Lo que una persona diga puede ser su versión sobre un hecho, pero nunca esa rotunda pavada bautizada como “Fulano dijo su verdad”, con que nos atosigan los próceres de la radio y la televisión.
Esa manera de presentar las cosas no hace sino legitimar la ironía de Campoamor. Nos conduce al peor de los relativismos; a la creencia de que la verdad no existe, ya que pueden haber varias verdades acerca de un mismo objeto, que puede ser orangután, garza o zanahoria al mismo tiempo. En ese sentido, no hay nada más nocivo que los programas de radio y TV que, después de presentar a quien sostiene que los monos no hablan en alemán se lo enfrenta con algún idiota que sostiene que los monos no solo hablan en alemán, sino también en bantú y en comanche. Es lo que un gran periodista español (ya no recuerdo su nombre) fustigaba como “el mito de la falsa confrontación” que, en el Paraguay, se ha incorporado a las tablas de Moisés. Para concluir, no resisto a la tentación de reproducir un decálogo enunciado por el gran director de “El País” de Madrid, Juan Luis Cebrián.
Sus módicas reglas, que obviamente nadie repetirá, pueden ser, quizá, el aguijón del arrepentimiento:
“1. La primera obligación del periodismo es la verdad;
2. Su primera lealtad es hacia los ciudadanos;
3. Su esencia es la disciplina de la verificación;
4. Sus profesionales deben ser independientes de los hechos y personas sobre las que informan;
5. Debe servir como un vigilante independiente del poder;
6. Debe otorgar tribuna a las críticas públicas y al compromiso;
7. Ha de esforzarse en hacer de lo importante algo interesante y oportuno;
8. Debe seguir las noticias de forma a la vez exhaustiva y proporcionada;
9. Sus profesionales deben tener derecho a ejercer lo que les dicta su conciencia”.
En fin, amigo, dejémoslo ahí.